LAS CASAS DE ARGUEDAS
Fue un ser itinerante José María Arguedas. En esta nota del poeta y comunicador Enrique León, podemos apreciar algunos datos e imágenes sobre las casas donde vivió en Andahuaylas el autor de “Todas las sangres”. Es un recorrido literario-turístico a tomar en cuenta.
Andahuaylas es un pueblo encantador y mágico, de gente amable, paisajes idílicos e historia. Y es la tierra, además, del “Cholo” Arguedas, el escritor de todas las patrias, las aguas y los Sextos del Perú. Aquí nació, vivió y pasó sus primeros años en casas en las que por primera vez fue invadido por la ausencia y fue querido con ternura.
La casa de los primeros meses
La casa de don Víctor Manuel Arguedas Arellano, abogado cusqueño, y de la señora Victoria Altamirano Navarro, mujer de padres acaudalados, había estado ubicada en el jirón Juan Francisco Ramos número 448, antiguo barrio de Delicias. Aquí el niño José María vivió hasta los seis meses de edad, cuando su madre fallece a causa de fiebre puerperal. Actualmente, la casa es una lavandería y una papelería, librería e imprenta, donde sacan fotocopias y sellos en una hora. Ha sufrido la modernidad en su fachada: puertas de fierro corredizas y rejas y cables a rabiar.
La casa de los primeros pasos
La segunda casa que acogió al pequeño Arguedas se encuentra a tres calles en pendiente de la Plaza de Armas de Andahuaylas, que conserva dos monumentos admirables: la imponente catedral de San Pedro, construida en la época colonial, y una bella pileta hecha de una sola piedra. La casa le pertenecía a don Víctor Paredes y a doña Luisa Zedano de Paredes, quien —cuenta el profesor Luis Rivas Loayza—, por lazos de familia con la madre de José María, sería quien lo cuidaría y amamantaría, ya que tenía también un hijo de meses de nacido. Aquí Arguedas viviría hasta los cuatro o cinco años.
La casa está ubicada en el barrio de Quischcapata, o Morro de Espinos. El lugar tenía entonces varias chicherías en donde se reunían músicos y artistas que formaron parte de la bohemia andahuaylina. La casa tiene el número 302 del actual jirón Teófilo Menacho, antes Gonchopata o Calle de Borra. Es de adobe con base de piedras y techo de vigas de madera, barro y carrizo, revestido de tejas. Tiene apenas dos ventanas, una de las cuales se adorna con un pequeño balcón de estilo colonial.
El barrio tiene aún casas de adobe que se resisten a la modernidad de cemento y ladrillo. Unas pocas calles conservan sus adoquines. Las plantas sobresalen por los muros vecinos y las hojas verdes de las calabazas y las tunas se dejan ver al lado de árboles de sauco. Unas calles hacia abajo, a las faldas del cerro Huayhuaca, un robusto puente, también colonial, cruza las aguas del río Chumbao.
El año pasado, cuentan, la casa fue refaccionada por la autoridad municipal porque querían celebrar el centenario del “Tayta” Arguedas como se debe. Sin embargo, la alegría y la emoción se enturbiaron cuando supieron que la denominación del año 2011 no era para José María, sino para Machu Picchu.
Al cumplir los seis años, dice don Milciades Montoya, el poeta Arguedas y su hermano Arístides son llevados por su padre a Puquio (Lucanas), donde este contraería matrimonio con Grimanesa Arangoitia Iturbi viuda de Pacheco, rica hacendada ayacuchana. Aquí dormía sobre cueros de ovejas al lado del fogón de la cocina y era bañado solo los sábados, día en que su padre regresaba de trabajar. La madrastra lo despreciaba y su hermanastro, Pablo, lo maltrataba. Las manos de los yanaconas o sirvientes indios lo cuidaron como una alhaja, y fue por quienes José María tuvo un verdadero “warma kullay”.
Las otras casas de Arguedas
En Andahuaylas, cuenta el profesor Luis Rivas, consideran que José María paseó su vida hasta por cuatro casas: LA PRIMERA fue en la que nació y vivió hasta los seis meses; la segunda, en la que creció hasta los cuatro o cinco años; la tercera era el despacho del padre, ubicada en el jirón Constitución 428, a donde era llevado de pequeño, y que conserva su interior, aunque su fachada muestre un restaurante naturista. La cuarta fue la casa de la familia Ramos, ubicada en el distrito de San Fernando, que fue preparada para recibirlo en 1967.
Andahuaylas
Su nombre proviene del vocablo quechua “antahuaylla”, que significa “pradera de los celajes”, por su cielo de nubes coloreadas por efectos del sol. Esta provincia de la región Apurímac, al sur del Perú, enclavada a casi tres mil metros de altura, alberga en sus montañas los vestigios preíncas de la cultura Chanka: el Centro Arqueológico de Sóndor, desde el cual se puede apreciar la hermosa y extensa laguna de Pacucha, orgulloso patrimonio andahuaylino, y los baños termales de Hualalachi, cerca de Talavera de la Reyna, de legendarias aguas mágicas.
Andahuaylas es la cuna de Arguedas, una tierra de eucaliptos y pinos. La ciudad tiene aeropuerto y se llega desde Lima en una hora de viaje en avión. Aunque la ciudad es víctima de un crecimiento desordenado, el paisaje que la rodea es admirable. Hay que pasear por su feria y tomar chicha blanca, comer un maicillo o un enrolladito de queso, saborear una mermelada de sauco o una leche asada, y brindar con un té piteado o una copa de hidromiel.
Cien años del pasado, presente y futuro
Arguedas persiste
Nació en Andahuaylas un 18 de enero de 1911, se llamó José María Arguedas Altamirano. De niño le hicieron dormir en una batea que estaba en la cocina; allí aprendió el quechua, entre los sirvientes. Viajó con su padre por diferentes pueblos; conoció el abuso, sintió el choque intercultural en la escuela. En la obra literaria de José María, la cultura andina habló directamente, reclamó justicia, redefinió lo peruano. En sus distintas labores académicas, educativas, artísticas, impregnaba su amor universal, a pesar de los fuegos, las tempestades, los golpes bajos.
Un día 2 de diciembre de 1969, en Lima, se inmoló. Fue un disparo seco. Ese sonido, desde entonces, perturba a los que no quieren reconocer que existe un Perú que se resiste a ser como quisieran que fuese; es decir, un país pasivo, sumiso, ignorante, sin memoria. Es por eso que en el centenario del nacimiento del autor de “Los ríos profundos”, “Yawar fiesta”, “Todas las sangres”, “El zorro de arriba y el zorro de abajo”, entre otras obras, no hubo un reconocimiento oficial del Estado como se debía hacer.
Los homenajes durante 2011, fueron de ese Perú abierto al diálogo democrático, de ese Perú que no se define por ciudadanos de primera, de segunda, de tercera, de cuarta categoría. Congresos en las universidades, encuentros de escritores en diferentes provincias, conferencias, recitales y manifestaciones artísticas en colegios, centros culturales, plazas.
Los que no celebraron el centenario de su natalicio ignoran, entre tantas cosas, que la obra de Arguedas es admirada y estudiada en diferentes países, incluso de otras lenguas. “Siempre con la tradición india, quechua, como la tradición urbana, occidental, su obra es un gran esfuerzo por unir esas dos mitades del Perú en una sociedad integrada de todas las sangres como él las llamó simbólicamente en uno de sus libros más ambiciosos”, declaró el premio Nobel de Literatura Mario Vargas Llosa.
José María Arguedas no fue un aculturado, no fue hechura de su madrastra; José María está vivo, está creciendo, no en cifras macroeconómicas, abstractas, sino en lo concreto, en los peruanos que valoran su suelo y su cielo, que cuidan su agua y el futuro. En ese futuro José María seguirá vivo como desde hace cien años.
Miguel Ildefonso, poeta
Enrique León
Colaborador
El primer encuentro de Arguedas con la capital peruana
"Una larga travesía"
José María Arguedas y la ciudad de Lima nacieron el mismo día: 18 de enero. Aunque en años distintos, ambos están unidos por un cordón artificial y comunicacional. De sus 58 años de vida, Arguedas pasó 44 en una capital que le dio las herramientas científicas y metodológicas para entender el Ande y el Perú en su complejidad. Su primer encuentro con Lima fue en 1919 y marcó el inicio de la confrontación entre su cosmovisión andina y la costeña.
Larga travesía hacia la costa
Luego de una prolongada licencia a causa del paludismo que padeció su padre Víctor Manuel, este queda cesante en el Poder Judicial y en febrero de 1919 toda la familia viaja por breve tiempo a Lima. El testimonio de Arguedas es claro: “En 1919 vine a Lima por el puerto de Lomas a donde hicimos viaje a caballo en 6 días. Vine en el ‘Urubamba’. Conocí el mar, de noche”. (1) Posteriormente, en su novela “Yawar fiesta” (1941), describiría con más detalle el largo recorrido y los riesgos mortales: “Por el Kondorsenk’a había que subir para ir a Lima, por esa cumbre azul que se levantaba, lejos, en el comienzo de la quebrada (…) había una pampa grande, donde se morían, de regreso, los comuneros que llevaban ‘enganchados’ a la costa; Galeras Pampa, donde caía la lluvia, negra, entre truenos y sonando como un repunte sobre las cumbres”. La travesía hecha por la familia Arguedas fue muy compleja; recién en 1926 los comuneros de Puquio realizaron el trazado de la carretera Puquio-Nazca, conectando así la sierra sur con la costa, con todas sus implicancias comerciales y culturales.
La Lima que vio Arguedas
El arribo de los Arguedas coincide con un complejo panorama mundial; LA PRIMERA Guerra mundial (1914-1918) había convulsionado al mundo capitalista y la Revolución Mexicana (1910-1920) aún marcaba al continente; sin radio, noticieros cinematográficos ni mucho menos televisión, los habitantes de las urbes peruanas seguían cada paso de los conflictos bélicos por los periódicos de la época. Pero el contexto internacional se volvía más complejo; la Revolución Rusa de octubre (1917) señalaba nuevos derroteros en la lucha por la emancipación de los trabajadores. Las noticias llegadas a Lima daban cuenta de un colapso político en Rusia y la caída del zarismo en manos de “los bolsheviques” liderados por “Lenine”. La mayoría de limeños no alcanzaba a comprender la naturaleza del fenómeno que tenían ante sus ojos, y pronto adjudicarían a su influencia el descontento social y la protesta obrera que tronaba ya en el verbo radical y anarquista de los primeros activistas sindicales entre los que brillaban Carlos Barba, Delfín Lévano y Nicolás Gutarra.
José María fue observador involuntario de las jugadas políticas que afectaban su entorno. Augusto B. Leguía derrocaba en 1919 a José Pardo. Su padre, quien simpatizaba con el depuesto presidente, no fue ratificado en su cargo de juez, dedicándose entonces a ser abogado litigante; ello tendría un efecto gravitante en la vida familiar. Con el fin de la llamada “República Aristocrática”, técnicamente su madrastra Grimanesa Arangoitia dejaba de estar casada con una autoridad.
El conservadurismo limeño era confrontado con frívolos espectáculos de bailarinas, corridas de toros en la Plaza de Acho o merodeando por el Jirón de la Unión, la Botica Francesa y el Jardín Estrasburgo. Al célebre Palais Concert acudían desde tempranas horas José Carlos Mariátegui, Federico More, Pablo Abril de Vivero y un Abraham Valdelomar a quien se le adjudica la frase: “El Perú es Lima, Lima es el Jirón de la Unión, el Jirón de la Unión es el Palais Concert y el Palais Concert, soy yo”
Desde inicios del siglo XX la costa asentaba su hegemonía sobre el resto el país y Lima hace lo mismo con un centralismo agobiante; de los cuatro millones 900 mil peruanos registrados en 1920, apenas 200 mil residían en la capital. Pero las luchas sociales no se hicieron esperar y Lima sentía la conmoción de un paro nacional que dejó a oscuras la ciudad, en demanda de mejores condiciones laborales. Tras arduas negociaciones entre el Poder Ejecutivo y los trabajadores sindicalizados, el 15 de enero de 1919 se estableció la jornada laboral de ocho horas; los obreros salieron a las calles de Lima festejando la conquista de la clase trabajadora. En todo momento, las luchas contaron con la colaboración de la Federación de Estudiantes del Perú (FEP), quien impulsara la Reforma Universitaria en la Universidad Nacional Mayor de San Marcos.
Desnaturalización limeña contra cosmovisión andina
Todo ello, al menos en ese momento, le fue ajeno al niño José María, quien desde temprana edad hizo suyos la lengua y cosmovisión andina; las canciones en quechua que lo arrullaban cuando niño eran contrastadas con una realidad muy extraña y parecida a la vez.
“Cuando visité Lima por primera vez en 1919, las mulas que arrastraban carretas de carga se caían, a veces, en las calles, fatigadas y heridas por los carreteros que les hincaban con púas sobre las llagas que les habían abierto en las ancas; un ‘serrano’ era inmediatamente reconocido y mirado con curiosidad o desdén; eran observados como gente bastante extraña y desconocida, no como ciudadanos o compatriotas. En la mayoría de los pequeños pueblos andinos no se conocía siquiera el significado de la palabra Perú. Los analfabetos se quitaban el sombrero cuando era izada la bandera, como ante un símbolo que debía respetarse por causas misteriosas, pues un faltamiento hacia él podría traer consecuencias devastadoras. ¿Era un país que conocí en la infancia y aún en la adolescencia? Sí, lo era. Y tan cautivante como el actual. No era una nación” (2).
Este testimonio reconoce que el Estado criollo peruano no realizó mayores intentos por incorporarse al resto del país; por el contrario, definió su propia identidad sobre el supuesto de que la Nación era el “mundo oficial” de las ciudades y que los pueblos del Ande representaban una marginalidad intrascendente, a la que, tarde o temprano, el desarrollo de la civilización haría desaparecer.
El maltrato a los animales
Este primer encuentro de Arguedas con Lima se caracterizó por la aversión al cruel trato a los animales. Algunos años después recordará: “Cuando fui a Lima, LA PRIMERA vez, sufría por el maltrato de los animales. No había camiones, pero sí carros de carreta. Había coches y costaba igual tomar un coche que un automóvil de carrera. Pero todo el transporte de carga se hacía en carretas. Había algunos carreteros sumamente crueles porque tenían frecuentemente mulas muy cansadas y les hacían una herida donde les hincaban con el palo y me acuerdo que una vez en la esquina de la calle Amazonas uno de esos carreteros le pinchó tanto que por el dolor el animal se arrodilló” (3). Estos recuerdos los plasmarán en su cuento “Warma kuyay” (1935) donde el personaje de Ernesto abrazaba, lloraba y pedía perdón a los animales que el indio de nombre Kutu azotaba a manera de desquite por la violación a la india Justina. En “Los Escoleros”, de ese mismo año, Juan, quien es hijo de un abogado que se identifica con los indios, abraza el cuerpo muerto de una vaca y llora inconsolablemente. En “El Barranco” (escrito en 1938 y publicado en 1939) son los animales quienes asumirán un rol protagónico.
Arguedas testimonia la forma “desnaturalizada” en que el limeño trataba a los animales; desde su cosmovisión andina, lo “natural” implicaba una convivencia armoniosa entre el ser humano, los animales y la geografía, donde todos participan en la gran fiesta que es la vida.
Comparando vicios
El contacto de la familia Arguedas con la capital fue aprovechado para que Arístides, el hermano mayor, iniciara estudios en el Colegio Guadalupe. Arguedas también comprobará que los señores poderosos de la urbe eran tan déspotas y abusivos como los hacendados de Puquio y su natal Andahuaylas; ni en la ciudad los indígenas se librarían de su destino. Lima fue tan glorificada por su padre que vino a pasar sus últimos días como juez en la capital, un remedo grotesco de lo que acontecía entre patrones y siervos en el campo. Si la sierra albergaba las materias primas para generar ganancia económica en el país, Lima era la ciudad que centralizaba el confort, la cultura originada de la modernidad y un referente importante de tecnología, concentración de conocimiento y riqueza. En “Yawar fiesta”, Arguedas presentará una urbe generadora de fascinación: “¡Llegar a Lima, ver, aunque fuera por un día, el palacio, las tiendas de comercio, los autos que se lanzaban por las calles, los tranvías que hacían temblar el suelo, y después regresar! Esa era la mayor ambición de los lucaninos.” (4)
A diferencia de los indígenas, Arguedas formaba parte de los “privilegiados” con la oportunidad de viajar a ese “mundo exterior” y “civilizado” llamado Lima: “Sólo los principales iban a Lima con frecuencia; los ganaderos, los comerciantes, los hacendados, los dueños de minas, las autoridades, el juez, el agente fiscal, el cura. Regresaban de dos, de tres meses, con ropa extranjera nueva,; trayendo pelotas de jebe, trencitos, bicicletas, sombreritos azules para sus niños, los uña werak’ochas” (5)
La sociedad de “clases- castas” existentes desde tiempos coloniales será un rezago durante la República y profundizará un Estado instaurador de alianzas entre los terratenientes y capitalinos. Ya para entonces Arguedas palpaba la sensación de marginalidad entre el mundo indígena y “misti” -sin pertenecer realmente a ninguno. A partir de ese momento veremos si sus primeras experiencias en Lima agudizaron o no sus síntomas depresivos y contribuyeron a forjar su obra, marcada por la nostalgia, la marginalidad y la ambivalencia.
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(1) Pinilla, Carmen María. Apuntes inéditos: Celia y Alicia en la vida de José María Arguedas Fondo Editorial Pontificia Universidad Católica del Perú. Lima, 2007
(2) Arguedas, José María. Perú Vivo. Ed. Juan Mejía Baca. Lima, 1966
(3) Testimonio de Arguedas hecho a Sara Castro Klarén. Aparecido en Vargas Llosa, Mario. “La utopía arcaica. José María Arguedas y las ficciones del indigenismo” Ed. Santillana 2008
(4) Arguedas, José María Yawar Fiesta. Obras Completas, tomo III Editorial Horizonte. Lima, 1983
(5) Ibid.
Ernesto Toledo Brückmann
Colaborador
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